lunes, 24 de abril de 2017

El día que se perdió la cordura (Novela)

Lo primero que me llama la atención es la localización geográfica y la nacionalidad de los personajes. Se desarrolla la historia en Boston y en Quebec, y los protagonistas se llaman Steven, Jacob, Stella, en vez de Esteban, Jacobo o Estrella. ¿Por qué siendo de Málaga se va tan lejos? ¿Acaso no estamos ya abrumados de novelas y películas anglosajonas, como para no permitirnos un pequeño toque autóctono y más familiar? ¡Eres de Málaga, hombre!… No se trata de cambiar la hamburguesa por el pescaíto frito, pero un poquito más de sabor local. En eso hay que aplaudir a Dolores Redondo, salvando, claro está, las distancias.
En todo el relato hace uso de subterfugios narrativos que resultan muy evidentes, lo que, desde mi punto de vista, empobrecen la prosa. Esto añade cierta desconfianza hacia el autor porque parece mostrarnos una bisoñez que nos hace prejuzgar la obra desde el principio, rompiendo la imprescindible complicidad con el lector.
El argumento comienza con una puesta en escena desmesuradamente escabrosa: un tío desnudo en plena calle bostoniana (bien podía ser la calle Larios) portando una cabeza sanguinolenta en su mano… Luego lo típico: detención, ingreso para una evaluación psiquiátrica, dada la aparatosidad del suceso, y la presencia de la especialista en perfiles del FBI (para lo que hace, nuestra Guardia Civil sería mucho más efectiva). A partir de ahí, la historia comienza a hacerse irritante. Todo se mezcla en un batiburrillo infumable que no logras entender hasta la página trescientos. El psiquiatra, la policía, el detenido… Y lo que parece comenzar como un thriller de manual, se va convirtiendo, página tras página, en un complot que resulta tan inverosímil, tan forzado y tan caótico, que el único motivo que te mantiene leyendo es la insana curiosidad para ver a donde conduce semejante paja mental. No me gusta desvelar argumentos, pero para que se hagan una idea tomen estos ingredientes: una vidente lideresa salida de no se sabe donde, una secta poderosa, asesinos en serie, víctimas (¿por qué siempre han de ser jovencitas?)… todo un cúmulo de tópicos de la peor literatura de terror.
Ni a Stephen King, en su máximo estado de alteración de conciencia, se le hubiese ocurrido tamaña historia. Si Dolores Redondo me decepcionó con el final de El Guardián Invisible, al menos me hizo disfrutar de su lectura y su buena forma de hacer, pero Javier Castillo ya me hizo sospechar de su honestidad literaria desde el minuto uno con El día en el que se perdió la cordura. Solo se salva el título, el cual está muy bien traído...

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